👉 José Petrizzo.-
En todas partes del mundo occidental hay un antes y un después del 2008. El antes son los años de consumo alegre y de préstamos fáciles. El después es el trabajo precario y la pérdida del poder adquisitivo.
Sin duda, la ansiedad por la pérdida de estatus
cambia a la gente. A los que han llegado a cierto nivel, por pequeño que sea,
les aterroriza precipitarse hacia abajo. Cuando la seguridad económica se ve
amenazada, empiezan a cobrar un valor fundamental los rasgos culturales, la
nacionalidad, la etnia, la religión...
La extrema derecha tiene raíces lejanas. Sin embargo, la crisis del 2008 fue su rampa de lanzamiento en América y Europa siendo el detonante o gatillo disparador la ola de inmigrantes y refugiados del 2015 al 2016.
Para abandonar la marginalidad y
conseguir la normalización, sus teóricos se prepararon a fondo, leyeron a
Antonio Gramsci y se embolsillaron sus teorías. Para ganar había que buscar la
aceptación social, ganar la hegemonía cultural.
Adiós pues a los estereotipos de las cabezas rapadas y a la simbología nazi o fascista. La prioridad fue copar la conversación en las redes sociales, declarar la guerra a lo “políticamente correcto”, al feminismo, el antirracismo y el LGBTQI+. Y sobre todo, prometer soluciones fáciles a problemas complejos.
La extrema derecha enseñó a los conservadores a
radicalizarse. A romper las reglas del juego y a sorprender. A convertir al
adversario en enemigo y a responsabilizarle de todo. A dividir el mundo entre ellos
y nosotros.
¿Hay que
inquietarse por la extrema derecha? Por experiencia histórica y evidencia
experimental, sí. En los años 30 sus ideas destruyeron la democracia y llevaron
al nacionalsocialismo y al fascismo. En contraste, la extrema derecha de hoy no
es belicista ni incita a la acción (“por
ahora”). Pero es ambigua en sus fines y en su aceptación de la democracia,
de la que combate los valores liberales.
Es un movimiento con
diferencias. No obstante, todos comparten el culto al pasado y a la tradición,
la hostilidad a la crítica y el miedo a la diversidad y la inclusión. Creen en
las conspiraciones y tienen una relación extremadamente atormentada con la
feminidad. Aborrecen las políticas feministas, a las que contraponen políticas
de protección a la familia y enaltecen a las mujeres como madres.
Ningún país es hoy inmune a la extrema derecha. Su mayor victoria ha sido conseguir que sus prioridades como la inmigración y la seguridad estén en la agenda de todos los gobiernos y formen parte del sentido común. Todo ello en unas sociedades cada día más diversas y complejas.
En Europa, en 1998 el número de europeos gobernados por
un gobierno con al menos un miembro populista era de casi 13 millones, hoy en
día alcanza los 171 millones, llegando a gobernar en Hungría, Italia y
Finlandia y compartiéndolo en Suecia y
los Países Bajos.
Del magma de grupos y políticos, destaca la primera ministro italiana, Giorgia Meloni. Ha hecho una irrupción meteórica en la política europea, gracias a su destreza. Suyo es el proyecto de externalizar la gestión de la inmigración en campos en terceros países. Después del 9 de junio, será un personaje clave en la Unión Europea.
Víktor Orbán es más pomposo y ambicioso. Ha convertido Hungría en un
país autoritario, detesta a la UE y la chantajea para obtener dinero y
prebendas. Comparte mesa y secretos con Putin y está convencido de que salvará
al continente de la decadencia.
El populismo plantea una falsa dicotomía moral entre puros y corruptos en la que cada vez caen más los partidos tradicionales. El populismo, especialmente el europeo, no es una negación en sí misma del estado de derecho, ni siquiera una enmienda a la totalidad a un sistema.
El populista, lo que afirma, es que hay fallos en la
estructura que imposibilita que se manifieste la “verdadera
voluntad del pueblo”.
Este fallo dicen, puede darse por unas incorrectas o manipulables normas de
representatividad, por embotamiento del sistema atribuido a la corrupción, por
el poder de una élite que impide que una parte del pueblo se organice y pueda
participar activamente, y así un largo etcétera de argumentos.
Es la batalla de los mensajes simplistas que tratan de minar la legitimidad de las instituciones democráticas con esa maniquea distinción entre el establishment y los líderes que se arrogan la defensa del pueblo.
Una demagogia abonada, como he mencionado arriba, por
décadas de neoliberalismo, por crisis de refugiados y la inmigración sin
control, por los efectos de la globalización y la tecnificación que cada vez,
paradójicamente, producen empleos con salarios más bajos. Todo ello transmitido
a gran velocidad por mentiras o fake news y la desinformación a través de las
redes sociales.
La extrema derecha
europea vive en un dulce compás de espera, de los resultados del 9 de junio y
de las presidenciales de noviembre en EE.UU. Una victoria de Donald Trump,
político de referencia para muchos líderes europeos y verdadero jefe de esta
manada, daría un realce especial a esta pesadilla política de 2024.
En efecto, estas elecciones europeas
medirán la tensión de la batalla cultural que la extrema derecha ha ido
extendiendo a conciencia por medio mundo.
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